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Alguien tiene que hacer el trabajo sucio

¿Por qué se toman instituciones y quiénes ejecutan? ¿Surgen espontáneamente o son el resultado de planes urdidos en las sombras?

Ideas
Gonzalo Flores
Por 
La Paz - domingo, 25 de junio de 2023 - 5:00

La toma de las oficinas de la APDBH se suma a una larga cadena de atropellos, que el lector conoce sobradamente y tienen un elemento común: son trabajo sucio hecho por masistas que no miden las consecuencias.

¿Por qué ocurren estos hechos y quiénes los ejecutan? ¿Surgen espontáneamente o son el resultado de planes urdidos en las sombras? ¿Y por qué los peores terminan ocupando altas posiciones en sus partidos, y a veces, en el Estado?

En Camino a la servidumbre, Hayek buscó respuesta a la última pregunta. Sus argumentos caen como anillo al dedo para explicar la situación boliviana.

Primero. El totalitarismo no es un “sistema” igual para el bien o para el mal; el propósito que lo guía no depende del hombre que está a la cabeza, y muy poco se mejoraría si éste fuera algo mejor que otro. Sus efectos más detestables no son accidentales, sino consustanciales al mismo. El dictador debe tirar al basurero el respeto a la ley, la moral y las tradiciones.

Segundo. Cuando el totalitarismo se está gestando, sus bases rechazan la lentitud de los procedimientos democráticos. Quieren “un hombre fuerte que haga funcionar las cosas” y entonces se organizan de manera militar, con un control casi total sobre sus miembros. El régimen totalitario “será impuesto por el primer líder que reúna un grupo dispuesto a someterse a una disciplina total, que luego impondrán a los demás”.

Tercero. Los regímenes totalitarios se asientan en los peores, no en los mejores, por la acción de varios mecanismos conectados: i) a menos educación, menos diferencia de opiniones y gustos; entonces, si se desea mucha concordancia, hay que bajar “a las regiones de principios morales e intelectuales más bajos, donde prevalecen los instintos y gustos más primitivos y comunes”; ii) los dóciles e incrédulos aceptarán y repetirán el sistema de valores del partido totalitario “si se les machaca lo suficiente”; iii) le es más fácil a la gente ponerse de acuerdo sobre un programa negativo, (iv: odiar a un enemigo, envidiar a alguien) que sobre una tarea positiva; iv) el programa del partido está dirigido a favorecer casi exclusivamente a sus militantes, aunque hable a nombre de la sociedad; v) la gente se une al partido totalitario por su sentimiento de inferioridad, pero la pertenencia le da sentimiento de superioridad; vi) los instintos violentos que el individuo debería frenar normalmente, pueden ser liberados en la acción del grupo contra el extraño; el grupo lo “libera” de restricciones morales. En el partido totalitario, el fin justifica los medios.

El partido totalitario fomenta hábitos en sus militantes que normalmente consideraríamos provechosos (disciplina, obediencia, observancia de ciertas normas de comunicación y conducta), pero jamás les permitirá poner esas normas por encima de sus mandatos. “Una vez que se admite que el individuo es sólo un medio para servir a los fines de una entidad más alta, siguen la intolerancia, la supresión del disentimiento, el desprecio de la vida y felicidad del individuo. El colectivista lo admite, y a la vez condena el ‘egoísmo’ de los individuos que pueden obstruir la realización del fin colectivo”.

Por tanto, donde hay un fin común que todo lo domina, es inevitable que la crueldad se convierta ocasionalmente en un deber; que actos repugnantes (ejecución de rehenes, desplazamiento forzoso, juicios falsos, matrimonio forzado, etcétera) sean considerados seriamente.

Pero, mientras los militantes son devotos y altruistas, no ocurre lo mismo con los dirigentes. Tienen que aceptar explicaciones torcidas y romper con toda norma moral si es necesario para lograr el fin que “se les ha encomendado”. El líder determina los fines; sus colaboradores inmediatos no pueden tener convicciones morales propias; sólo deben entregarse.

En síntesis, hay especiales oportunidades para inescrupulosos. Habrá tareas que cumplir, que requieren gran maldad pero que deben ejecutarse “eficientemente” y, por tanto, la disposición para realizar actos perversos se convierte en un camino para el ascenso y el poder. Esos puestos son numerosos y conducen a las más altas posiciones en el partido y Estado totalitario.

Un asunto muy diferente es el de las causas de estos hechos y si son el resultado de una planificación deliberada o no.

La evidencia muestra de manera creciente que el trabajo violento es planificado. Los totalitarios quieren sentar precedentes, enseñar, escarmentar. Sus actos violentos son decididos como actos andragógicos: quieren que la gente no mire, no denuncie, no proteste, agache la cabeza y se calle. Entonces, deciden usar la “mano dura” y mandan a sus militantes más torpes a gritar, golpear, gasificar o más.

Surge la espontaneidad de los esbirros. Usan su imaginación para ganar puntos, se sienten liberados de las normas morales y legales y les surge un deseo incontenible de defender la imagen del líder, de proteger la faz del partido y de ejecutar, lo mejor que se pueda, la tarea que les han encargado, porque son conscientes de que son vigilados y que serán premiados o castigados. Son conscientes de que el sistema judicial, no los tocará: no habrá pruebas en su contra o serán destruidas; no habrá testigos, porque habrán sido amedrentados; no habrá fiscales que cumplan su deber –defender a la sociedad– porque fueron cooptados por el partido; no habrá jueces que dicten sentencias justas. A veces, ni siquiera habrá condena moral, porque las entidades que la conducen –gremios profesionales y empresariales, iglesias, universidades, notables, líderes intelectuales– saben que sus esfuerzos serán estériles y preferirán protegerse.

Y así se desata la violencia contra gente indefensa y se arrincona las libertades. El error, la inacción, la defección de los esbirros se castigan con la marginación, privación del pago, o una buena golpiza, que es el método que mejor entienden. En todas las sociedades donde han surgido partidos y gobiernos con aspiraciones totalitarias, han proliferado también hombres, mujeres y grupos violentos. La naturaleza de sus regímenes los hace necesarios.

En resumen, alguien tiene que hacer el trabajo sucio, es indudable. Pero en el caso del MAS hay demasiada competencia.

“La evidencia muestra de manera creciente que el trabajo violento es planificado. Los totalitarios quieren sentar precedentes, enseñar, escarmentar”.

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