Literatura
Balzac en la pluma de dos maestros
Stefan Zweig y Emil Ludwig ofrecen crónicas sobre el escritor turonense Honoré de Balzac.
¿Qué sucede cuando la vida de un genio literario (por lo general novelesca, poética incluso) es objeto de interés de otros dos maestros de la pluma? Su tinta queda hecha semblanza de una trayectoria novelesca y poetizada: penurias y gloria se funden en una crónica de vida para todos los tiempos. Esto es lo que sucedió con la vida de Honoré de Balzac, aquel hijo de proletarios cuyo apellido original fue Balssa y no Balzac –y mucho menos De Balzac– y quien emprendió la lucha por el ascenso social y literario cuando se mudó lejos de sus padres a un alojamiento pobre para hacer exclusivamente lo que su instinto le había obligado desde hacía mucho tiempo: escribir.
Hace unos meses publiqué en este mismo espacio una reseña (“Balzac, la novela de una vida”) sobre uno de los mejores libros de Stefan Zweig, pues tal obra me pareció un verdadero monumento de prosa y precisión biográfica: Balzac. El Balzac de Zweig, pues, constituye uno de los mejores libros para quienes quieren enterarse de la vida y milagros del creador de Papá Goriot, y además se lee como una hermosa novela, tanto épica como desgarradora, quizás porque la vida del escritor francés fue igual de intensa y romántica que las historias que creó en aquellas noches largas de trabajo interminable, bajo el influjo del café fuerte que él mismo se preparaba para no caer dormido sobre la mesa de trabajo. El Balzac de Zweig es un volumen de muchas páginas que ahonda en los resquicios más profundos de una personalidad inteligente y frívola como fue la del escritor nacido en Tours.
Pero otro biógrafo no menos experto en el arte de historiar y reseñar vidas con mirada de psicólogo, también germanoparlante, judío y perseguido por el fascismo durante la Segunda Guerra Mundial como Stefan Zweig, se encargó de elaborar el recuento vital del autor de Eugenia Grandet: Emil Ludwig. Es que Ludwig escribió un libro titulado Genio y carácter, que es un compilado de viñetas biográficas de varios personajes heroicos y relevantes de la política, las artes y las letras; en las páginas de aquel libro desfilan triunfales las personalidades de Maquiavelo, Federico el Grande, Lenin, Wilson y Leonardo da Vinci, entre otras más. Una de las vidas reseñadas por el biógrafo nacido en Breslavia es justamente la de Balzac. Esta viñeta es una de las más largas del libro, pero obviamente no alcanza a la extensión asombrosa del libro que escribió Zweig. Aun así, y demostrando una vez más el talento de síntesis que siempre demuestra Ludwig en sus trabajos históricos y biográficos, deslumbra por su precisión, el estilo de la prosa y la cantidad de datos que encierra.
“En el sotabanco, envuelto en el silencio de la noche, el enorme cráneo de un hombre se inclina sobre el papel, que alumbra una lámpara de petróleo, de verde pantalla, colocada sobre la amplia mesa de trabajo. Ningún murmullo en derredor... Sólo por la abierta ventana, bañada de ambiente primaveral, desde la obscura profundidad, por los tejados de los silenciosos edificios, llega el rumor del sueño de París”. Tales son las palabras con las que arranca Ludwig su retrato y con las cuales engancha a todo lector de buen gusto.
La crónica que dan tanto Zweig como Ludwig sobre el escritor turonense que llegaba a trabajar hasta tres cuartas partes de las 24 horas del día puede llegar a causar tristeza en cualquier lector sensible. Fue, qué duda cabe, un cuerpo inmolado por y para el arte, un espíritu encaprichado con la creación, y su muerte, ocurrida en 1850, no fue sino el lógico final de esa obsesión ciega. Agrega después Ludwig: “Cuando llega el día y la vida de la ciudad comienza, apenas llegan los cajistas a la imprenta, encuentran montañas de cuartillas cubiertas de la magnífica pero desigual escritura de Balzac, y tiemblan, ya que no se lee fácilmente y la composición tiene que ser rápida, puesto que ese autor no da tregua a la mano (...) Así, las galeradas salen llenas de tachones, supresiones, correcciones, cambios, embutidos, signos, garabatos, añadiduras, hasta desesperar a los más expertos y más pacientes cajistas”. Stefan Zweig, en su libro, indica que Balzac escribía que sus amigos se quedaban perplejos ante la “rabiosa fuerza de voluntad” que mostraba durante sus horas de creación. Era un poseso por los fantasmas de la creación. He ahí el drama, he ahí el heroísmo de esa vida.
Ni Zweig y Ludwig descuidan el lado quizá más trágico de aquella vida en constante ascenso: las eternas deudas monetarias que se hacía por su afán de escalar socialmente y aparentar un estado financiero que nunca llegó a tener, que siempre fue un deseo, una ilusión. Si las interminables horas de trabajo nocturno causan conmiseración, no menos misericordia provoca saber que Balzac siempre deseó tener una casita propia, donde pudiese colgar cuadros caros, invitar a personas de la alta sociedad y, por supuesto, montar un buen estudio para escribir y seguir escribiendo. Por esta ambición llegó a hipotecar su futuro: vivía vendiendo obras que aún no había escrito, vivía empeñando historias que todavía no se habían formado en su cabeza... Los periódicos esperaban voraces las páginas que todavía no existían en la mesa de trabajo del incansable novelista.
Pero no menos dramática es la vida sentimental de Honoré. En este aspecto, nuevamente tanto Ludwig como Zweig se muestran prolijos; la descripción de una psicología atormentada llega nuevamente a tocar la sensibilidad del lector: Balzac vivió ansiando el amor femenil por una carencia de la infancia. Ya que no tuvo nunca amor de madre, probablemente esa privación lo llevó a desear, también como un obseso, el amor de una mujer que lo conoció casi por casualidad: Ewelina Hanska. Esta joven, heredera de un prestigioso título nobiliario y dueña de fortuna económica, tal vez nunca mereció el amor que el novelista le profesó. Y es que, aunque infiel y rijoso, igual que Víctor Hugo respecto a Juliette Drouet, Balzac siempre reservó un lugar muy especial, tal vez demasiado, para Hanska.
Sin embargo, ninguno de estos problemas fueron obstáculos para la ascensión penosa a la pirámide de su existencia, que había sido el objetivo de su vida. Ludwig resume esta actitud inquebrantable así: “Ni las preocupaciones, ni los apuros económicos, ni el cansancio, ni la enfermedad pudieron abatir esta naturaleza privilegiada”. Un día Balzac escribió: “Temblarías si conocieras todas mis contrariedades; pero yo las olvido, como Napoleón, sobre mi campo de batalla. Cuando me siento junto a mi mesa de trabajo, me río y soy feliz”.
Goethe lo leyó en sus últimos días de vida y Victor Hugo despidió su cuerpo en su entierro, pronunciando un sentido discurso fúnebre. Hoy el mundo lo lee todavía. No podría no hacerlo: su nombre forma parte de la estela luminosa de la más alta cultura.