Contante y sonante
El miedo, lo temerario, la sumisión
Así se mueve la gente en las calles, en los bares, en sus privacidades, en aulas, frente a sus computadoras, frente a la persona que aman o frente al espejo, callando. Por miedo...
Dulce inercia, Tácito, siglo II. Cuenta Irene Vallejo en su libro sobre la historia del libro, que este historiador romano se dio cuenta ya en ese tiempo, del poder del miedo. Por otra parte, el filósofo José Antonio Marina, desmenuza los miedos como si se tratase de una granada que deja volar miles de esquirlas por todas direcciones.
El miedo endógeno, el sin peligro. El miedo como una tristeza intermitente que deja al ser en una umbralia. Al miedo que se refiere Tácito es al que empieza a poblar a los seres desde afuera, como una serie de ataques exógenos que terminan aterrorizando y hundiendo al sujeto en una suerte de abismo interior.
En un océano en el que no habita ya nadie y el agua es turbia y ácida, como la densa caca de las palomas para limpiar el cuero en las marroquinerías de Fez que se mantienen así desde hace siglos, muchos. Es aquel que denominó dulce inercia, el cómodo, el que aparece cuando hay que callar. El que conviene para no molestar, el que te toca el hombro para retirarse a tiempo, sin haber expresado ni una sola idea que perturbe al entorno, al poder, a las correcciones políticas, a las agendas buenas, a las tendencias moralmente aceptadas, al empleador bueno, al ridículo señor que opina en las redes con sus gestos de suficiencia y de ser el poseedor de la verdad.
Es, en simple, la autocensura procurada a través del miedo. Así se mueve la gente en las calles, en los bares, en sus privacidades, en aulas, frente a sus computadoras, delante de sus dispositivos, frente a la persona que aman o frente al espejo, callando. Por miedo. Cambiando la palabra inquietante por una cómoda, dulce, zalamera, correcta. La autocensura, la dulce inercia.
En otra parte de una ciudad, una señorita toda producida para pasar por improducida, escribe a la inteligencia artificial, la de generación de lenguaje, la que es parte aún de las inteligencias programadas para tareas específicas, como las que se hicieron para jugar ajedrez.
Las que se denominan ANI. Le escribe, para hacer que se equivoque, que conteste de manera incorrecta, para que cometa un mínimo error y publicar luego, cómo hizo caer a una AI que se promociona como la que se comerá a muchos empleos, como la que está cambiando de manera drástica la manera de aprender y enseñar.
Por supuesto, la señorita no pidió que se le escriba un código para generar una app que resuelva un problema, no sé, como el de ayudar a una persona sorda a reconstruir sonoridades en la mente o hacer que las hormigas abandonen la cocina sin lamentar daños colaterales. La señorita le preguntó cosas como ¿de qué color era el caballo de Melgarejo?, haciendo gala, por supuesto, de su inteligencia.
En una ciudad como tantas, en su lugar de la modernidad, en el que carece de identidad, en el que se ha demolido todo vestigio del pasado y se han construido cajas de zapato con ventanas por doquier. En un espacio pulido, en el hall de un mall, impoluto, sin fisura alguna, sin pliegues, sin nada que perturbe, sin nada que moleste, que haga ruido, ni visual ni sonoro, están dos personas asexuadas, vestidas con gastadas ropas pero blancas, limpias. Hablan, despacio, susurran, no se escucha.
Es una conversación que solo a ellos les importa. De pronto, en medio de la conversación, uno de ellos se sorprende y dice: ¡Mirá, un celular!, ¿de quién será? Pregunta el otro, o la otra, no se sabe. Se miran, como dudando sobre el qué hacer con el dispositivo, hasta que del teléfono sale una voz y le habla. Les da un mensaje, uno divino, para que o difundan en la tierra. Sin censura alguna, sin discusiones, sin ponerse listos. Salen a cumplir con su mandato.