Reseña
Horacio: Non omnis moriar
José Luis Moralejo realiza una crónica de la repercusión que a lo largo de dos milenios tuvo el arte de Horacio en las facultades de filología y en la lira de los creadores más eximios.
A lo largo del tiempo, muchos “pesos pesados” de la filología y los estudios clásicos se ocuparon de elaborar estudios sobre el arte de Horacio, el poeta que llevó la lengua latina a cotas de sublimidad gramatical y sonora jamás antes transitadas por los recursos y artificios que su arte contiene. Yo lo descubrí a través de otro vate: Franz Tamayo. Sí, porque cuando hace algo más de diez años leí con gozo las Odas (1898) tamayanas, al punto me comenzaron a interesar los pioneros de este subgénero poético: Píndaro en Grecia y Horacio en Roma. Recuerdo que entonces pude hacerme de un ejemplar del Arte poética (la Epístola a los Pisones) en una edición bilingüe que todavía conservo resaltada y anotada con lápiz, y desde ese momento me interesó mucho más el secreto de aquellos versos cincelados como con un buril de oro.
Hace unos meses, en la avenida Corrientes de Buenos Aires, compré un libro que terminé de leer hace un par de semanas, un libro publicado relativamente recién, escrito por el profesor español José Luis Moralejo, titulado Horacio (2012). El libro, editado por la Biblioteca Clásica Gredos, hace primero un recorrido rápido por la vida del poeta de las Sátiras (un hombre de origen más bien humilde, putañero y jovial, que se traslada a Roma y luego a Atenas, y bebe de Píndaro, Aristóteles y otros griegos para hacerse un nombre en el mundo de la poesía) y luego se adentra en un estudio profundo sobre cada una de sus obras: las Odas, las Sátiras, los Epodos y las Epístolas.
Resulta sorprendente la cantidad de material que Moralejo consulta para obtener la síntesis de un bardo que a lo largo de veinte siglos ha recibido la atención de gramáticos, retóricos, biógrafos, filólogos, escoliastas, filósofos, lingüistas y, obviamente, de creadores y poetas. Por ello, el libro está tachonado de citas, referencias bibliográficas y notas al pie que elucidan ciertas cuestiones y ayudan al lector a rastrear más información sobre el arte horaciano. Sin embargo, aun siendo tan profundo y erudito, Moralejo invita al lector a que se lo siga leyendo: su prosa fluye sin cansar incluso a quien no es perito en estudios clásicos. Esa es una de las grandes virtudes del libro.
Recuerdo que cuando leí la Epístola a los Pisones, me sucedió lo que les sucede a los lectores profanos al momento en que se aventuran a leer las grandes obras de todos los tiempos y pueden comprender bien los secretos del arte eximio. Porque las grandes creaciones de toda la vida, como las más enrevesadas teorías científicas, son comprensibles incluso para el no-especializado porque son bellas (en la belleza está la profundidad, y la belleza atrapa). Era un diletante del clasicismo, pero aun así sentí a Horacio hablarme al oído: me enseñaba cómo versificar, cómo formar imágenes poéticas, cómo poetizar las cosas... Y además en su poesía sonaban músicas que, al igual que las notas de Mozart, se dejaban atrapar incluso por un bárbaro como yo.
En su obra, luego de estudiar la ingeniería gramatical de los versos horacianos, Moralejo realiza una crónica exhaustiva de la repercusión que a lo largo de dos milenios tuvo el arte de Horacio en las facultades de filología y, obviamente, en la lira de los creadores más eximios. Es que, en todos estos siglos, Horacio tuvo estudiosos e imitadores de gran nivel por centenas; sus ecos se pueden escuchar en los versos de los poetas que vivieron apenas el autor de las Odas murió.
Ovidio y Marcial lo admiraron, religiosos como san Jerónimo y san Agustín lo leyeron con fruición –y a veces furtivamente–, el Dante y Petrarca aprendieron de él, en España Garcilaso de la Vega, Fray Luis de León y Lope de Vega lo amaron, Montaigne, La Fontaine y Boileau le deben mucho de sus creaciones, Erasmo de Rotterdam “se sabía a Horacio de memoria”, Voltaire, Diderot, Rousseau y D’Alambert le tuvieron predilección, Victor Hugo fue un horaciano extático, tanto que dijo que las Odas eran “vasos de alabastro”, Herder lo estudió y Goethe, pese a no haber sido un devoto de su lira, destila un tufillo horaciano en algunas de sus creaciones que acreditan su familiaridad con él; finalmente, Escandinavia y América también terminarían conociendo los sones líricos del poeta de Venusia. En Bolivia tuvo un cultor, y justamente porque Moralejo no lo menciona en su libro nosotros lo nombramos aquí: Tamayo, quien dio una conferencia titulada Horacio y el arte lírico, luego transcrita para publicarse como librito.
Después de esa exhaustiva reseña del Horacio póstumo, Moralejo habla del silencio en el que cayó el poeta durante el Romanticismo, periodo en el que muchos de los clásicos fueron desestimados. Ya hacia el final, el profesor español hace un análisis técnico de los metros líricos y yámbicos del poeta, además de un repaso de los modelos griegos a los que el venusino siempre se ciñó con rigor a la hora de crear. Ahí está Píndaro, cantando los juegos olímpicos con una serie de recursos técnicos inimitables por la cualidad de la lengua griega. Pero también están los lesbios Safo y Alceo, poetas admirados por el vate del Arte poética. Y, sobre todo, Arquíloco.
A lo largo del tiempo, los metricólogos han polemizado sobre las medidas y rigores técnicos de los versos de Horacio, así como los filólogos debatieron sobre la organización, la disposición o el orden de sus poemas en cada uno de sus libros. Las controversias siguen en pie; muchos asuntos formales y de fondo siguen con cabos sueltos.
Moralejo presenta un estudio de erudición desbordante que, repito, no es antipático para un lector medianamente instruido en literaturas clásicas. Es más: invita a seguir leyendo más sobre Horacio o a leer por primera vez su poesía. Este libro, que bien puede ser un inicio para leer por primera vez al poeta o más bien un complemento para quien ya lo leyó, ha sido para mí un bálsamo porque me hizo reencontrarme con ese arte sutil y prodigioso que es el arte clásico, sobre todo teniendo en cuenta que en este mundo acelerado por la era cibernética, la contemplación de las más delicadas creaciones del espíritu constituye un remanso de paz.
Cuando Horacio publicó su primera obra (las Odas) quedó desencantado porque –¡oh fatalidad de tantos escritores!– su esfuerzo no atrajo la atención que le auguraba. Pero no desistió: siguió escribiendo. Luego se hizo de la confianza del emperador Augusto y obtuvo la amistad de Mecenas y llegó a hacer realidad lo que en su juventud había deseado más que nada y había escrito en uno de sus primeros poemas: inscribir su nombre en bronce, para la posteridad. He ahí su inmortalidad: no todo él muere (non omnis moriar).
En nuestro medio tuvo un delirante cultor: Franz Tamayo. Como ya dijimos, el Fausto aymara amó su arte, y su obra poética debe mucho a la del vate de Venusia. Pero lo que yo en lo personal he aprendido más de Horacio no es tanto el recurso técnico ni el tratamiento plástico de sus versos, sino más bien una máxima que hasta hoy trato siempre de poner en práctica en la vida cotidiana: la del aurea mediocritas. En otras palabras, la prudencia.
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