Contante y sonante
Insondables interiores
Todo está a la vista y se ve tan poco, tan poco en todos estos siglos de luces y de sombras en los que el ser humano ha aprendido a aprender y a destruir...
Todo está a la vista pero se ve tan poco. Transitan los seres sobre un territorio negro (la materia oscura) del cual no se sabe ni el ancho ni lo profundo. Ni siquiera la forma, ni el olor. Un territorio en el que viven millones de micro organismos que a su vez tienen otros seres adheridos como diminutas sanguijuelas de mundos inimaginables.
Un territorio con andenes de extraviados trenes yendo y viniendo sin ton ni son, silenciosos, construidos por una raza ya extinta que prevaleció dicen a una especie de marmotas voladoras, una raza que hacía vagones y locomotoras de palabras largas como cardamomo, esculapio, irrevocable, albaricoque.
Trenes hechos de la sonoridad de las palabras con cuya energía se movían de un punto a otro, en línea recta, a la velocidad del sonido. La misma velocidad con la que una palabra de desaliento derrota a las gentes en estado de abandono o a otras en estado de narcicismo obstinado, que es casi lo mismo que el estado de sordera.
Ante el reflejo del agua se ve los rostros, como el de Narciso, se ve las señales del tiempo. Se ve las marcas de las pasiones como mariposas abiertas desde la sangre. Se ve los brillos de los ojos y al fondo de éstos todos los momentos de los cuales emergieron. Un momento de montaña erosionada e iluminada por el sol del alba, un momento volando en una motocicleta no se sabe si a la pared o a la felicidad.
Ante el reflejo del agua, ante los espejos, ante las fotografías sin papel ni alma, hay quienes ven lo que nadie más puede ver. Secretos, cosas nunca dichas, mentiras, alabanzas, insultos, cicatrices, una noche inolvidable en la frontera entre la ciudad y la maleza, entre la madre y las plegarias.
En un territorio negro, que es como si un enorme plástico oscuro cubriera de pronto el mundo con todo lo que en él hay, un plástico que cubra los panteones y los altos campanarios de las hermosas iglesias góticas que no tienen la culpa de la existencia de los curas. Las iglesias podrían vivir felices sin curas ni rezos, sin oraciones con esa reverberación que no hace milagros y circula entre las naves, entre las nervaduras y sus perfectos arcos ojivales.
En un territorio negro, como ese manto tapando todo lo que conocemos, que no llegará a un porcentaje mínimo, están las dudas, la curiosidad, los secretos del mundo y todas las ambiciones y todos los deseos.
Un territorio de niebla, brumoso, en el que se escuchan ruidos, ruiditos, cosas que crujen o entrechocan, sombras que pasan veloces o luces que se encienden y apagan provenientes de cualquier parte, sorpresivamente. Un territorio esperando a ser descubierto sin necesidad de naves imponentes como galeones o veloces bergantines, un territorio como lo fue en su momento preciso, la isla Galápagos.
Pero este, el negro, cubre al planeta entero, a los seres de todas las especies, a los minerales, a las sustancias, a las adivinanzas y al futuro.
Todo está a la vista y se ve tan poco, tan poco en todos estos siglos de luces y de sombras en los que el ser humano ha aprendido a aprender y a destruir todo lo que conduce al complicado hecho de vivir, de explicarse las razones del estar aquí, las razones del movimiento, de la energía, de las cuatro leyes del universo. Estos siglos en los que se han inventado tantos dioses como marcas de chicles y tantos castigos y tantos premios a la venganza, a la deslealtad o al culto a la estupidez.
Tanto tiempo que es tan poco, un segundo en el inmenso reloj que tiene este planeta azul de agua, verde de bosque, ocre de arcilla, negro de sotanas, tanto tiempo que es tan poco como para saber y conocer un poco más. Pareciera que cada uno de los seres que piensan fuera a su vez un territorio negro para adentro. También desconocido, inexplorado. Hecho de recuerdos borrosos, de fotografías que a lo mejor fueron compradas para conformar una familia donde no la hubo.
Un territorio interior fragmentado, hecho para librar todas las pequeñas y fatigosas batallas del día, las que se pierden por un mal paso, las que se ganan con unas falacias bien llevadas o bien con mucha suerte. Un territorio oscuro de noche, cómplice, complejo, que acompaña siempre, se quiera o no. Sin conocerlo.