Aullidos de la calle
Los viejos/nuevos tiempos
‘El club del odio’ se convierte en una “home invasion” donde suceden cosas polémicas y salvajes que se quedarán dando vueltas en nuestra mente, reseña la autora.
La venden como la película más polémica y salvaje del año. Y es difícil resistirse a esos adjetivos. Por lo menos, una vocecita interior te dice que lo que sea que verás, no te dejará indiferente y, en estos tiempos de anestesia global, se ansía lo que no te cubra con el manto insípido de la indiferencia.
El título original de la ópera prima de Beth de Araújo es Soft & Quiet, los latinos creyeron que era buena idea traducir eso como El club del odio, porque sí, eso vende más también. Entonces, tenemos una película que se llama El club del odio y que promete ser la más salvaje, la más polémica del año. Ah, y está filmada en un plano secuencia.
Emily (Stefanie Estes) es una maestra de kínder que está llorando en el baño de su escuela porque su prueba de embarazo dio negativa. La cámara la sigue hacia afuera. Después de un incidente que nos muestra el perfil del personaje, Emily llega a una pequeña habitación de una capilla donde se reúne con otras mujeres. Es claro que la mayor parte de ellas no se conocían antes del evento.
A simple vista, parecen estas doñas que se reúnen a tomar un cafecito sin otras preocupaciones. Hasta que, claro, cada una expone los motivos que la llevaron a esa habitación.
Kim (Dana Millican) es dueña de una pequeña tienda en la ciudad. Desprecia cómo los bancos judíos manejan los préstamos bancarios y cómo la rechazan y le complican la vida. También detesta que los niños inmigrantes entren a su tienda y no muestren educación. Jessica (Shannon Mahoney) es una mujer embarazada, con otros tres o cuatro hijos en su casa, que dice haber nacido dentro del Ku Klux Klan y que, aunque la prensa los retrata como monstruos, la realidad es que “el multiculturalismo no está funcionando”, todo dicho con una gran sonrisa.
Alice (Rebekah Wiggins), entre muchas cosas, dice que hay que reemplazar el Black Lives Matter por un All Lives Matters, cree que los negros se aprovechan y se victimizan a costa de los blancos. Leslie (Olivia Luccardi) dice que se encuentra ahí gracias a Kim, que la acogió y le dio sentido de pertenencia contratándola como niñera en su casa. Marjorie (Eleanore Pienta) lo primero que dice es “yo no odio a nadie”, y luego pasa a contar cómo una colombiana le ha robado el ascenso que estaba esperando en su trabajo gracias al “mal uso” de la inclusión y la diversidad.
El guion de Beth de Araújo tiene la capacidad de hacer crecer dentro del espectador una incomodidad y un malestar que alcanza niveles insospechados.
El pintoresco grupo de damas puede representar tal vez a la más rancia ala votante de Donald Trump, y a cualquier ser humano capaz de sentirse identificado con los argumentos esgrimidos por los personajes. En Bolivia hay unos cuantos conocidos y desconocidos que dicen cosas parecidas sin sonrojarse. En la película, por ejemplo, hay un momento en que proponen hacer una lista de los inmigrantes de la zona para tenerlos controlados. Y eso es lo que provoca la incomodidad, el malestar. Estar frente a ciertos discursos que tanto daño le hacen al mundo y que escuchás, de vez en cuando, a tu alrededor.
En todo caso, estamos hablando de cine, no de un simposio sobre Racismo y Discriminación (así, con mayúsculas). Las intenciones de la directora/guionista, por supuesto, son loables. Solo que la temática de su película bordea peligrosamente el panfleto, ese tonito didáctico y discursivo que puede degenerar en una película prescindible.
La fotografía de Greta Zozula hace funcionar un plano secuencia que tiene algunos cortes casi imperceptibles. Es interesante cómo los tiempos de la película que podrían parecer muertos son resueltos: Cuando Emily camina hacia la capilla de la reunión, cuando salen de la capilla hacia la tienda, cuando salen de la tienda hacia la casa en la colina, cuando salen de la colina para las escenas finales. Beth logra mantener un ritmo casi frenético agigantado por las actuaciones de un casting perfecto.
Es correcto afirmar que la película inicia muy bien (discursivamente, pero bien) hay conversaciones sobre el racismo y el resentimiento social que se presentan como aleteo de pajarito y que joden por eso, porque son líneas subterráneas que podrían cuadrar con nuestra vecina, con nuestra amiga del gimnasio, con la cajera del súper. Cuando la película rompe ese tono “inocente” “inofensivo” y nos entrega lo que realmente podríamos esperar de estos personajes, se vuelve un poco facilista. Deja de analizar a sus personajes y va a la violencia, a la barbarie casi como si fuera un imán al que la temática atrae.
Hay también, un argumento tonto, sobre todo desde el instante en que las chicas tienen el altercado en la tienda. Es como un derrape de malas y bobas decisiones, algunas que no tienen ningún sentido, pero que pueden justificarse bajo la idea de que a veces la vida es así, y que hay crímenes que nunca entenderemos cómo o por qué pasaron de una manera lógica, racional.
¿Y lo polémico? ¿Y lo salvaje? Sí, señores. Los adjetivos no mienten. En algún momento El club del odio se convierte en una home invasion. Y en esa home invasion suceden cosas polémicas, salvajes, que se quedarán dando vueltas como mosquitos en nuestra mente mucho tiempo después.
Lo polémico y lo debatible estará en los elementos narrativos que usa Beth para asentar el discurso en el que la película está envuelta. ¿Es necesario? ¿Es correcto? Es probable que no todos los espectadores soporten los minutos finales en los que nuestras chicas pierden la cabeza, los buenos modales, las buenas costumbres, y el monstruo que realmente las habita toma absoluto control.
Ese monstruo puede sentirse como un afán de la directora de traumatizar espectadores. En mi caso, me alejó a territorios lejanos. Esos en los que el racismo enquistado no requiere grandes gestos, sino que está ahí omnipresente en el diario vivir.
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