Frutos
Naranja
Penúltima entrega de una especie de ‘Guía de las frutas’ en que se describió, o contó de algunas, sin descuidar, como aquí, su intervención en los paisajes urbanos.
“Naranja en la mesa. Bendito el árbol que te parió”. Clarice Lispector.
La desnudez de la naranja no es un mero efecto de superficie. Nada la adorna ni la pliega, asiste ella sola a su propia donación, en serena redondez. Una muda elocuencia de orden botánico acoge la luz y, grávida de sí misma, sumida en su propio orbe, la naranja se entrega con una perfección de esfera cumplida y que nada encubre.
En su tal-cual-se-ofrece, añade a la curva calma que la acota la refulgencia de su propio color, que ella sola ya se basta para dominar y denominar: el color naranja, el de la porosa piel de la naranja, de la cás-ca-ra de la-na-ran-ja, en un car-na-val de as pelándose hasta que la primera desnudez se troca en rodajas, en parceladas pulpas.
Debido a la cabal superficie de su piel, ni húmeda ni seca, modestamente afecta al brillo, tiene privilegiadas relaciones con la luz, a la que siempre le devuelve cierta alegría de frutero in situ, colmado en maduro silencio. No en vano la miran tanto los pintores, no en vano aparece en tantos cuadros siendo, como es, otra reina de las naturalezas muertas.
Pero aunque ya desnuda, la naranja no se entrega así nomás. Acceder a sus delicias pasa antes por otro desvestimiento radical: quitar, sacar, hacer desaparecer la cáscara desde la que nos había tentado! O lo que se dice, simplemente: pelar una naranja. El arte de pelar bien una naranja figura entre los primeros balbuceos de la paciencia golosa y la precisión manual. Niño pelando la naranja del recreo.
Pelada la naranja, ya abierta, ofrece entonces sus tajadas, como gruesos libros uno tras el otro en su esférica estantería. Su sabor puede ir de lo dulce a lo ligeramente agrio, su sabor sabe a la continuidad de la vida y la delicia, a transitoria, modesta gloria.
Amiga de la evidencia lustrosa, a veces es capaz de refugiarse, sin embargo, bajo las oscuras hojas verdes que la disimulan, aunque al final se imponga su dispersa presencia en el árbol, bendito, que la parió: el naranjo.
Hay naranjos, dos, que recuerdo plantados en mi infancia más remota. Esos tiempos en que la relación con ciertos árboles, llega fácilmente a personalizarse. Con una lucidez propia (y que tiende a atrofiarse) el niño sabe muy bien que está ante, con, un ser vivo, con una especie de alguien. ¿O cómo es posible que recuerde tan claramente esos naranjos, sintiendo incluso algo de lo me embargaba ante ellos, al cruzar bajo sus ramajes?
Y todavía otro milagro botánico que un naranjo cumple: su blanca, aromática flor, el azahar. Ya sola esa sola palabra, azahar, que suena tan hermosamente, es uno de los grandes regalos del árabe al español. Y es tan grande la impronta de un golpe de azahar, inesperadamente olido en un campo de naranjos, que dejó su impronta más allá, rebalsando incluso hasta la palabra azar.
Cuentan los filólogos: “La palabra “azar” proviene del árabe, concretamente de la palabra “zahr”, que significa dado, y que a su vez recibe ese nombre de “al-zahar” que era la palabra con la que se designaban a las flores de los naranjos, que estaban representadas en los dados con los que se jugaba y que eran las figuras que más puntos otorgaban en caso de aparecer”.
Entonces uno llega a creer, a veces, que el azar es como un aroma. El que flota, por ejemplo, en el encuentro fortuito que tanto cultivaron André Breton y sus amigos. El encuentro amoroso fortuito es, de hecho, el caso más alto en que se imbrica el azar, aunque también puede tratarse, simplemente, de un objet trouvé inopinadamente deparado, mientras ambos se dan, justamente, bajo el aroma traído por el viento del azar.
Pero al considerar la naranja, su forma de aparecer, su historia de árbol y cajones, mercados, otra vez se topa uno con postales pertenecientes al orden de la economía política. Así como pasó con el plátano obrero, con el limón y los bolivianos-vendelimones, o como pasaría con la granada o el pacay, ya también consumidos en vergeles que ya no hay.
Lo más interesante, en todo caso, es cómo el orden de las frutas, independientemente de su cariz botánico, interviene decididamente en el despliegue del orden social o, inversamente, cómo el orden político y económico de los hombres añade nuevas notas taxonómicas a los frutos, los frutos de la naturaleza, tan hechos a la vida humana.
No en vano y como se sabe, se trata de especies que fueron domesticadas, en el mismo sentido en que lo fueron muchos animales. De ahí que una naranja pertenezca tanto al árbol como al frutero. De donde saltará, todavía, a la pintura en el filosófico género de la naturaleza muerta.
La venta de jugo de naranja, en todo caso, asume modalidades que ya son parte de los paisajes urbanos en ciudades y pueblos de Bolivia o buena parte de Latinoamérica. Los carritos, a veces con el toldo incorporado, empujados por una cholita o detenidos a la sombra de un árbol.
Los carritos cargados con naranjas y una mínima maquinita que las pela. Peladas, son exprimidas, en otro artilugio mecánico que las espera.
El móvil carrito es una minifábrica, es la “maquinaria mínima” con que hacerles rendir, a las naranjas, hasta su última gota. Naranja-dorado el jugo relumbra en el día y su sabor inunda al paseante que paró. La mujer aumenta todavía una pequeña yapa, al vaso de plástico, basura eterna. La mujer, por lo general una chola, o cholita, hace y vende este juguito todo el día, por aquí, por allá. Vidas que se sostienen de un carrito. Plazas y esquinas, calles, carrito arriba carrito abajo, monedas, pasos. Y naranjas.
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