Literatura
Neruda y su laberinto pasional, de Verónica Ormachea
La escritora “sorprende con una nueva combinación entre la ficcionalidad de la narración y la facticidad de los hechos que se corresponde con el género histórico”, reseña el autor.
Como la autora de Neruda y su laberinto pasional es mujer con muy inteligente sentido del humor, me atreveré a comenzar este breve prólogo a su última novela con una paráfrasis de la frase insolente, y una pizca surrealista, que Salvador Dalí le dedicó a Pablo Picasso. Verónica Ormachea es estudiosa de la literatura y de la historia; yo también. Verónica Ormachea es académica; yo también. Verónica Ormachea es novelista; yo... tampoco”.
Entiéndaseme: ella lo es, yo no. Y la publicación de Neruda y su laberinto pasional así lo certifica cabalmente. Con anterioridad, había sabido de su literatura a través de su obra Los infames, que leí antes de ser impresa en 2015 y me interesó vivamente como novela sobre la historia vinculada a un alter ego del checo Oskar Schindler, al que hizo famoso el cine de Spielberg: Mauricio Hoschild, el rey del estaño boliviano, que salvó a miles de judíos trasladándolos a su país y empleándolos en sus múltiples negocios. Pero Ormachea ya había publicado antes otra muestra del mismo género histórico, Los ingenuos, sobre la incidencia en una familia de la alta burguesía de la revolución nacional boliviana de 1952.
Podría decir muchas cosas después de conocer, de nuevo en primicia, el original de Neruda y su laberinto pasional que la propia escritora me ha confiado, pero su texto, respetado lector, habla sobradamente por sí mismo desde su propio título, que para mí es la primera frase –y no la menos relevante– de toda novela.
No siendo novelista –evidencia que ya confesé–, sin embargo fui llamado a la Real Academia española en parte a causa de mi dedicación a la narrativa por mi oficio de profesor de teoría literaria y literatura comparada. Y allí, en esa docta casa tuve la suerte de conocer personalmente a Verónica Ormachea, que pertenece a ella en calidad de académica correspondiente. Se me disculpará, así, que acaso por pura deformación profesional leyendo Neruda y su laberinto pasional me sobrevinieran algunas hipótesis acerca de sus peculiaridades y su singularidad como creación literaria que confío no resulten del todo descabelladas.
El primer libro de nuestra escritora, Entierro sin muerte. El secuestro de Doria Medina, publicado en 1998, trata del secuestro del conocido como el “rey del cemento” y candidato a la presidencia de Bolivia Samuel Doria Medina llevado a cabo por el grupo terrorista peruano Movimiento Revolucionario Túpak Amaru (MRTA), y en esta obra Verónica Ormachea, que además de diplomática es también periodista, hace una primera incursión en un género que a mí, personalmente, me resulta de gran interés. Me refiero al que en Estados Unidos se dio en llamar new journalism, con Truman Capote, Norman Mailer, Tom Wolfe y mi admirado Gay Talese, en nada ajeno a nuestras literaturas ni ausente de ellas desde tiempos muy tempranos, cuando comenzaba también a cultivarse en inglés.
En ellas, en nuestra letras, encontró por ejemplo un sobresaliente precursor con el argentino Roberto Walsh, autor en 1957 de Operación masacre, y en España tiene un cultivador excepcional en la figura de Javier Cercas, quien supo aprovechar los mejores recursos de la llamada “novela sin ficción” para contar el golpe de Estado del 23 de Febrero de 1981 en Anatomía de un instante, publicada en 2009.
Ahora Verónica Ormachea nos sorprende muy favorablemente con una nueva combinación que juega y se mueve creativamente entre la ficcionalidad de la narración de estirpe novelística y la facticidad de los hechos que se corresponde con el género histórico. Explicaré mi modesta teoría.
Está suficientemente arraigado en el metalenguaje literario
–la jerga que se utiliza para especular sobre la literatura– un neologismo, autoficción, creado en 1977 por el crítico y novelista Serge Doubrovsky para referirse a su novela titulada Fils. En la literatura francesa, amén de algunos antecedentes en obras de Colette, Michel Butor, Léo Ferré, Violette Leduc, o Albertine Sarrazin, encontraría amplio eco en escritores como Guillaume Dustan, Nelly Arcan, Emmanuelle Pagano, Christine Angot, Chloé Delaume, Hervé Guibert ou o el propio Alain Robbe-Grillet.
Define esta autoficción la mestura del planteamiento propio de la autobiografía (fusión entre tres entidades o instancias novelísticas: el autor empírico, real, que firma con su propio nombre; el narrador de la obra; y el protagonista de la historia que se cuenta, que es el relato de su propia vida) y la libertad imaginativa propia de la novela en lo que se refiere a los acontecimientos narrados y sus personajes, que son entes de ficción.
Se produce, en definitiva, la suma, aparentemente contradictoria, entre dos pactos de lectura opuestos: lo que Philippe Lejeune acertó en denominar pacte autobiographique y lo que en la certera expresión de Samuel Taylor Coleridge se define como the willing suspension of disbelief, la “voluntaria suspensión del descreimiento” en la que se basa el acto de leer una novela.
Se trata, pues, de substituir aquellos dos pactos por otro (relativamente) novedoso, un pacto ambiguo por el que la enunciación del relato viene de una fuente autorial identificada con un autor real, conocido, con nombre y apellidos, pero lo que se nos cuenta se beneficia de todos los privilegios de la ficción novelesca en lo que se refiere a la invención de acontecimientos, situaciones, diálogos, personajes o avatares en general.
Pues bien, tengo para mí que Verónica Ormachea, después de haber tentado la novela sin ficción del nuevo periodismo y la novela histórica contemporánea, emprende ahora con Neruda y su laberinto pasional una nueva aventura, para la que no vislumbro un nombre que la defina mejor que el de bioficción. Sí: no una autobiografía con ribetes ficticios, sino una biografía que se permite, creativamente, las mismas licencias; que hace suyas idénticas prerrogativas.
Porque en este texto está la vida entera de Ricardo Eliécer Neftalí Reyes Basoalto, desde su infancia en Temuco hasta su muerte en la capital chilena cuando triunfaba el golpe de Estado de 1972 comandado por el general Pinochet.
Entre estos alfa y omega vitales del escritor que tomó como seudónimo el nombre del checo Jan Neruda, la bioficción de Ormachea reseña puntualmente la etapa estudiantil del incipiente poeta, sus periplos como diplomático (Rangún, Batavia, Europa), su presencia en la España de la guerra civil y su posterior implicación determinante en el rescate de los exiliados republicanos, su vinculación política (Chile, Argentina, Rusia), su idílico refugio en Capri, el premio Nobel en Estocolmo...
Pero esta bioficción, sin descuidar todas estas referencias espaciales, temporales y vivenciales, confiere la parte del león a lo que el título ya anuncia: un laberinto pasional, amoroso y erótico. Con este laberinto se vinculan expresamente los versos de Neruda, que son aquí reproducidos de modo a la vez reiterado y pertinente.
Aparte del recuerdo a su Mamadre, Rosa Neftalí Basalto, asoman por las páginas de esta bioficción muchas –supongo que no todas– las mujeres por las que el poeta se apasionó, simultánea o sucesivamente, a lo largo de su vida, a las que gustaba llamarlas con nombres por él inventados, como si de este modo quisiera acabar de poseerlas del todo. Desde las jóvenes musas chilenas de Veinte poemas de amor y una canción desesperada: Terusa (Marisol), Albertina (Marisombra) o Laura (Milala), y dos bolivianas “con aura”, poeta la una (Patricia, la Indomable), artista orfebre la otra (Nilda), hasta las exóticas Josi (Mamea) y su primera esposa, la criolla holandesa María Antonieta Hagenar (Maryka), a la que Neruda abandonará a su suerte, como también a la desgraciada hija de ambos Malvita.
Lógicamente, y dejando al margen amantes ocasionales como la mexicana Beatriz, y sin menoscabo de la entidad como personaje de una pieza que es su primera esposa Maryka, en este elenco de mujeres nerudianas ocupan el primer plano la argentina Delia del Carril, “La Hormiguita”, veinte años mayor que él, que fue su mentora política, su sostén económico y copartícipe en el episodio más heroico de la vida de Neruda (el flete del buque Winnipeg para el rescate de los republicanos españoles), y la chilena Matilde Urrutia de la Cerda, que lo acompañó hasta el final, cuando Neruda se había prendado ya de su sobrina (de ella) Alicia Urrutia.
Como bioficción que es, Neruda y su laberinto pasional resulta ser fruto de una amplia documentación histórica y literaria que la autora reseña finalmente en una “bibliografía esencial”. Pero en su texto, la recreación de los distintos episodios, avatares y peripecias (en el sentido aristotélico del término), públicos e íntimos, documentables y sentimentales, precisa obligadamente de la invención de la novelista, que no solo no escatima los diálogos entre los personajes, sino incluso tampoco elude algo tan comprometido como son los monólogos del propio protagonista, como el que ocupa precisamente las primeras páginas la de la narración.
Cierto que Neruda nos dejó sus memorias tituladas póstumamente Confieso que he vivido, pero lo que allí puede haber de confesión personal es amplificado literariamente por Verónica Ormachea en el ejercicio de sus facultades y licencias de novelista para ofrecer a nuestra curiosidad de lectores una invención. Fiel a su étimo latino, inventio, este sustantivo significa tanto ficción como descubrimiento.
En ese monólogo inicial, el más extenso de todos los que se ponen en boca del protagonista, Neruda se desnuda: “fui un eterno infiel”. El relato de los hechos de su vida pasional que viene después no lo desmiente, sino todo lo contrario. Sus hechos y las valoraciones poco piadosas de los demás personajes, especialmente de las mujeres de su vida corroboran tal autoconocimiento de su infidelidad sustancial. Probablemente la más determinante entre todas ellas, Delia, sentenciará la definitiva separación entre ambos cuando Pablo dice que la ama a ella pero a la vez quiere a Matilde, con una frase lapidaria: “Neruda no se ama más que a sí mismo”.
Nunca me he sentido proclive a diferenciar en términos de literatura la escrita por hombres y la escrita por mujeres. Esa facultad prodigiosa de hacer arte con las palabras mostrencas, que son de todos, beneficia por igual a uno y otro sexo. Pero llegada a su final mi lectura de esta bioficción de Verónica Ormachea, admito que quizá no sería igual lo que un novelista hubiese hecho con el asunto del laberinto pasional de Neruda que lo que serena, circunspecta pero comprometidamente, sine ira ac studio, ha logrado la académica boliviana.
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