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Un asunto manzanezco
Acerca de una compleja teoría sobre el acto prácticamente convulsivo de Paul Cézanne de pintar manzanas, el detalle más profundo de su obra.
Si tuviese que elegir un adjetivo para nombrar a Paul Cézanne, es probable que la primera idea que saldría al paso sería “El tristísimo Cézanne”, pensando, a manera de juego, en el recuerdo de Tristísimo Warhol, el título del volumen publicado a fines del siglo pasado por Ediciones Siruela.
En una segunda instancia, repensaría la idea, pues la tristeza y el desasosiego que marcaron su existencia no son lo único que lo define, aunque convergían en él un difícil carácter y una sensibilidad tan extraordinaria como dolorosa.
Desde la lectura de la biografía de Cézanne, escrita por Henry Perruchot, la vida de este pintor se ha convertido en un tema que me lleva a pensar en el sentido mismo del arte, sobre la fuerza que puede ejercer en la existencia de algunos seres humanos, quizá previstos para expresar la belleza, aunque esta misión tenga que ser asumida en soledad, pues no todos la comprenden.
Desde aquella lectura, un ovillo de tramas y pensamientos se fue formando, de pronto descubrí que existe un círculo de admiradores de Cézanne, aunque éstos no estén conectados necesariamente, incluso no se conocen, pues pertenecen a tiempos y a espacios diferentes, pero tienen en común un gran amor por él.
Hay un hermoso libro llamado Cézanne, la manzana y la verdad, del inglés H.D. Lawerence, que es analizado por Gilles Deleuze y del que se desprende toda una compleja teoría sobre el acto prácticamente convulsivo de pintar manzanas, decenas y decenas de cuadros y bocetos con manzanas.
Para Lawerence este carácter manzanezco es el detalle más profundo en la obra de Cézanne, pues, respondiendo a su insatisfacción por los resultados de su trabajo, él volvía una y otra vez a pintar la misma manzana. Lo interesante es que nunca pintaba la misma, pues a lo largo del día, ni los efectos de la luz, ni la existencia de la propia materia, permanecían quietos, siempre estaban en permanente movimiento y cambio.
Parafraseando a Lawerence, Deleuze explica: “Cézanne ha comprendido pictóricamente el hecho de la manzana. Ha comprendido la manzana. Nunca alguien ha comprendido así una manzana y resultada formidable si alguien al final de su vida puede decir como él: He comprendido la manzana y uno o dos vasos”.
Y no es que se haya reducido la manzana a un cliché, sino más bien, por el contrario, a partir de la comprensión de un objeto que cambia en el tiempo y el espacio, es que la mirada artística de Cézanne pudo pintar magistralmente retratos, pasajes y distintas escenas de la vida.
“Respiro la virginidad del mundo. Un agudo sentido de los matices me trabaja. Me siento coloreado por todos los matices del infinito. Yo y mi cuadro somos una sola cosa. Somos un caos irisado. Vengo ante mi motivo y me pierdo en él. Pienso, vago. El sol penetra en mí sordamente, como un amigo lejano que caldea mi pereza, la fecunda. Germinamos”, escribió Cézanne.
Su biógrafo, Perruchot, lo describe inmóvil ante un paisaje: “Con una atención de todo su ser, los ojos obstinadamente fijos en el motivo, reflexiona, juzga, calcula a veces un cuarto de hora, antes de decidirse a dar una pincelada”.
La luz, también comprendió a luz y como un vegetal que necesita alimentarse de ella, siempre la buscó y aprendió a domarla. Domar la luz, qué tarea tan sutil. Debía conocer sus sombras y sus momentos. También sus oscuridades.
Pero volvamos a la tristeza de Cézanne, que con el tiempo también se ha convertido en un cliché. Los textos destinados su obra no dejan de mencionarla, pero no sólo era una tristeza, era también una rabia y una profunda soledad. Su modo de pintar el mundo que veía, adelantado a su tiempo, lo hacía diferente, casi defectuoso para su entorno y para los cánones artísticos establecidos. Entonces él, ante las cruentas críticas se ponía a la defensiva; sin embargo, al final terminaba huyendo como indefenso animal malherido cuyo único refugio era su arte, quizá para él, un lugar más seguro.
“Mis ojos se han pegado tanto al punto que miro, que me parece que van a sangrar, dígame, ¿no estaré un poco loco?, preguntó Cézanne a su amigo Gasquet. Hay locuras geniales, y la suya lo llevó a ser el padre del arte moderno.
Al parecer ese carácter manzanezco, del que habla Lawrence, no es un asunto tan sencillo, ¿si tan sólo cada uno de nosotros, al final de nuestros días pudiéramos saber lo que hemos comprendido? Pero tal vez el secreto sea esa búsqueda ciega que termina llevando a cada uno a su destino. O como escribe la poeta peruana Blanca Varela, en uno de sus versos de Concierto animal: “¿Por qué no se puede decir / simplemente manzana como Cézanne?
Paura Rodríguez Leytón / Escritora