Ignacio Vera de Rada
Profesor universitario
viernes , 12 de mayo de 2023 - 04:02

Inteligencia artificial y estupidez natural

Corremos el peligro de que las facilidades tecnológicas con las que el estudiante medio cuenta hoy puedan estar alimentando la pereza y la estupidez. Esta posibilidad se la percibe claramente día a día. Por ejemplo, cada vez más estudiantes toman fotos de la pizarra o la pantalla ecran con sus teléfonos inteligentes en vez de anotar de su puño y letra en sus cuadernos, fotos de las cuales el teléfono puede extractar los textos que haya en ellas. Asimismo, desde fines del pasado año muchos estudiantes acuden a ChatGPT para digerir complicados textos de ingeniería, derecho o biología. Ahora bien, ni la extracción del texto de la fotografía ni la paráfrasis realizada por ChatGPT son muy confiables aún, pero seguramente sí lo serán más temprano que tarde. Este modo de llevar la vida educativa puede estar socavando dos de los criterios de competencia que la educación moderna contempla: los procedimentales y los actitudinales.

La posibilidad —fundada o no— de que la educación futura sea controlada por los algoritmos puede resultar muy negativa para las habilidades críticas de los estudiantes, pues si eventualmente aquellos pueden conocer la realidad y conocernos a nosotros mejor que nosotros mismos, ¿entonces ya para qué pensar críticamente, para qué analizar contextos, para qué deconstruir la realidad? Así, la educación se convertiría en un procedimiento de fines utilitarios e inmediatistas, y dejaría de ser una indagación de procesos integrales; mucho menos sería un proceso de crecimiento humano. La conciencia (la sensibilidad subjetiva) quedaría atrofiada para dar paso al desarrollo de la inteligencia solamente, que es la capacidad de resolver conflictos, pero nada más. Las aulas se convertirían en laboratorios donde se buscarían fórmulas y atajos fríos, y dejarían de ser espacios de exploración intersubjetiva. Y ojo: ni siquiera es la inteligencia humana la que se desarrollaría, sino la de los ordenadores, que procesan muchos más datos que el cerebro humano y de manera más rápida.

Algunos pensadores y filósofos célebres (Einstein, por ejemplo, luego de haber descubierto la relatividad general) dijeron una cosa que puede parecer romántica, pero que, creo yo, tiene algo o mucho de cierto: es más placentero el camino a la gloria que la gloria misma. Esta idea puede aplicarse a la vida en general. Y en este sentido, puede decirse que la educación es también un proceso más rico en experiencias vitales cuando apela más al esfuerzo cognitivo humano (el “sufrimiento” de la búsqueda o el trayecto) que a los fines utilitarios y fáciles a los que puede llevar el ciberespacio.

Si los centros educativos siguen cediendo tanto terreno a la tecnología cibernética, el resultado podrían ser profesionales mecanizados e inconscientemente susceptibles de ser controlados por un bot: un diseñador gráfico se limitaría a utilizar aplicaciones inteligentes a su disposición, sin usar el cerebro para crear diseños nuevos por cuenta propia; un abogado novel redactaría memoriales y minutas con la asistencia de una aplicación que le diría qué artículos invocar o que latinismos escribir; un arquitecto haría caso ciegamente a los consejos de un software con algoritmo que le indicaría cómo diseñar una casa en alguna parte de la ciudad, sin tener en cuenta su sensibilidad artística o su criterio urbano. En todos estos casos, la capacidad creativa y analítica quedaría obnubilada, si no directamente aniquilada.

Como la buena educación debe ser holística, tiene también que ver con la formación del concepto de ciudadanía en el estudiante, sin importar que este se esté formando para físico, biólogo o médico. Empero, con una educación a merced de las tecnologías cibernéticas y el inmediatismo, en las clases no habría espacio para reflexionar sobre estos asuntos que ciertamente están allende el área técnica de su carrera, pero que conciernen a la formación integral de todos. Así, el apocalipsis no sería un asteroide, una guerra nuclear o una dictadura distópica, sino la realidad banal de que todos resolveríamos problemas no pensando, sino pulsando una tecla.

El problema parece tener origen en la gradual tecnificación y ramificación de los oficios y profesiones. Estamos desarrollando cada vez más soluciones para los problemas más inmediatos, pero no reflexionando sobre la trascendencia de la existencia humana en la tierra ni prestando atención a nuestras propias sensaciones. La velocidad del mundo me impele a conocer más: producir masivamente, descubrir vacunas, aumentar la velocidad de internet o idear nuevas técnicas ingenieriles..., pero no a darme un tiempo de meditación o espiritualidad. Si continuamos así, el colofón de todo esto podría estar hecho de ordenadores superinteligentes con estúpidos a su cargo.

Si continuamos
así, el colofón de todo esto podría estar hecho de ordenadores superinteligentes con estúpidos a su cargo.
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