Editorial
Mujeres: el Estado como principal agresor
En Bolivia, a los pedidos de justicia se los lleva el viento. Y los trapos sucios se lavan en casa. Es algo tan natural, estamos tan acostumbrados, que cuando el 19 de enero pasado se conoció el fallo de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), condenando al Estado boliviano por violar los derechos humanos y judiciales de una mujer objeto de una violación sexual cuando era menor de edad, no hubo más que el acostumbrado revuelo de algunas (pocas) horas.
Brisa de Angulo se llama la joven, ahora mujer de casi 30 años, que sufrió abuso sexual cuando tenía 16 y que invirtió más de dos décadas de su vida buscando justicia. El fallo de la CIDH no es precisamente la respuesta ante esa búsqueda, pues en los juzgados bolivianos el proceso sigue -como cientos de otros- durmiendo el sueño eterno.
La CIDH ha puesto el dedo en la llaga exhibiendo en un fallo -más simbólico que vinculante- la complicidad de un Estado que tiene leyes que no respeta y funcionarios que hacen aún peor el calvario que sufren las mujeres víctimas de violencia.
El año pasado, el Gobierno nacional declaró que la gestión 2022 sería el “Año de la Revolución Cultural para la Despatriarcalización con una Vida Libre de Violencia Contra las Mujeres”. La ministra de la Presidencia, María Nela Prada, acompañada de varias autoridades y cabezas de movimientos sociales de mujeres, fue la encargada de lanzar la noticia, después de realizar un minucioso análisis sobre la situación de la mujer respecto a hechos de violencia que se recopilaron en gestiones pasadas.
Se anunciaron campañas y acciones para combatir la violencia, pero como viene pasando desde hace décadas, todo quedó en discursos.
Es parte de la dolorosa paradoja que viven las mujeres en este país: aprobada en 2013, la Ley 348 “para garantizar a las mujeres una vida libre de violencia” es un espacio vacío de contenido... No hay administradores de justicia que velen porque las mujeres accedan a ella, no hay presupuestos para implementar acciones de protección y mucho menos de prevención, y están naturalizadas prácticas patriarcales y violentas sobre el cuerpo de la mujer.
El Estado, con su tibieza e inacción, viene a ser cómplice de una violencia que cada año crece en número y ferocidad, y ante la cual no parece haber remedio.
El año pasado, Prada recordó que dentro del Estado hay varias instituciones que acompañan las políticas de reivindicación de las mujeres como el Servicio Plurinacional de la Mujer y de la Despatriarcalización o el Servicio Plurinacional de Asistencia a las Víctimas pero, como es lógico, cuando una mujer sufre algún tipo de agresión, no es allí donde acude, sino a la Policía y a la justicia (si tiene el valor de hacerlo), y son éstos los espacios donde se enfrenta a la revictimización, a la frialdad y la impunidad.
El ejemplo de Brisa es un retrato fiel: en 2002, ella, una adolescente de 16 años, luego de ser violada en su propia casa, por su propio primo y animarse a denunciarlo, fue sometida a un examen médico forense realizado por un médico de sexo masculino con la asistencia de cinco estudiantes de medicina (todos hombres) y sin la presencia de sus padres. Una y otra vez se describieron los abusos; una y otra vez ella fue expuesta y señalada, y el acusado protegido. Una y otra vez, hasta ahora.
Este caso no es la excepción sino la regla. Cada año se registran en Bolivia un promedio de 100 víctimas de feminicidio e innumerables víctimas de violencia sexual, abuso, acoso y todo tipo de discriminación. La violencia se ha vuelto una anécdota, los procesos y sentencias son lentos y escasos, creando un circuito de revictimización e impunidad alarmantes.
En un país donde la justicia es inalcanzable para todos, las mujeres están en la retaguardia, resignadas a un lugar decoroso en los discursos, en las promesas electorales y en las expresiones de buena voluntad. Aunque se diga lo contrario, la violencia de género sigue siendo en Bolivia un asunto privado, escondido, cómplice de un sistema (un Estado) que no sólo es ineficiente sino profundamente machista y que sigue predicando una igualdad y un respeto en el que no cree.
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